¿Cuándo empezaremos a hablar de colapso?
Este lunes (11), comenzó en Bakú, Azerbaiyán, la 29ª edición de la Conferencia Mundial sobre el Clima. Los titulares de los medios intentan captar la atención de los lectores con frases como “la hora de actuar” o “el momento de la verdad” en la emergencia climática.
Cualquiera que haya seguido este tema por algún tiempo sabe que estas expresiones no son nuevas. Se siente como ver la repetición de una película desgastada anunciada para una tarde de televisión.
La ausencia de figuras clave, con líderes de las principales economías globales alegando otros compromisos (incluido el presidente de Brasil, Lula, quien, tras un accidente doméstico, afirmó que se concentraría en la agenda del G20), subraya la pérdida de relevancia de la conferencia. Esto ocurre tras el fracaso de la 16ª COP de Biodiversidad (CBD COP16).
La presidencia de Papúa Nueva Guinea, uno de los países más vulnerables ante el aumento inminente del nivel del mar debido al cambio climático, fue especialmente contundente. Declararon que no tolerarán más “promesas vacías e inacción” en conferencias que consideran un “completo desperdicio de tiempo”.
“Nos dirigimos hacia la ruina”, advirtió el presidente de la COP 29 y ministro de Ecología de Azerbaiyán, Muktar Babaiev, durante su discurso de apertura.
Para aproximadamente 2,3 millones de personas en Río Grande del Sur, Brasil, esa ruina ya ha llegado. Para millones más en todo el mundo, es evidente en olas de calor, ciclones, incendios forestales e inundaciones, como la que mató a más de 200 personas en Valencia, España, el mes pasado.
Ahora es un consenso que 2024 establecerá un nuevo récord mundial de temperatura, superando los niveles preindustriales en 1,5 °C. Sin embargo, este récord será efímero, durará tanto como el de 2023.
Cuando se firmó el Acuerdo de París durante la COP 21 (2015), el objetivo era limitar el aumento de temperatura a “muy por debajo de 2 °C” y esforzarse por “limitar el calentamiento a 1,5 °C en este siglo”. Menos de una década después, ese objetivo quedó en el retrovisor.
Sin embargo, seguimos acelerando hacia el abismo. Aunque se habla mucho de transición energética, la realidad es que las energías renovables no están reemplazando a los combustibles fósiles (lo que sería una verdadera transición), sino que simplemente se están sumando a la capacidad instalada. En 2023, el consumo de combustibles fósiles alcanzó un nuevo récord, con un aumento del 1,5 % respecto al año anterior.
Este rápido aumento de las temperaturas y sus consecuencias han demostrado que las predicciones del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), antes descartadas como exageradas o alarmistas, han resultado ser conservadoras. Los impactos previstos para la segunda mitad del siglo ya están ocurriendo.
Cada vez más científicos sostienen que ya no hay nada que se pueda hacer para evitar el cambio climático y sus consecuencias catastróficas para el modelo de civilización que conocemos. Mientras tanto, más personas y organizaciones se están preparando para el colapso del sistema industrial-consumista. Grupos internacionales de discusión con miles de participantes están debatiendo temas que van desde la salud mental y la ansiedad climática hasta técnicas de supervivencia.
Pero en Brasil, este tema apenas se aborda. Acabamos de pasar por elecciones municipales: ¿cuántos candidatos presentaron propuestas para preparar las ciudades frente a un clima cada vez más impredecible?
Dejando de lado a los negacionistas climáticos, incluso entre quienes confían en la ciencia, muchos parecen convencidos de que alguna tecnología milagrosa nos salvará de este futuro apocalíptico, o que las consecuencias llegarán a la próxima generación, dándonos tiempo.
Sin embargo, el ritmo mencionado anteriormente del cambio climático sugiere que simplemente instalar paneles solares, reciclar residuos, rechazar pajillas de plástico y llevar bolsas de tela al supermercado puede no ser suficiente.
Las civilizaciones nacen y colapsan. Solo en los últimos 5.000 años, aproximadamente 80 surgieron, prosperaron y colapsaron. Todas comparten una característica común: estaban centradas en el ser humano. Estas sociedades se enfocaron en desarrollar sistemas de producción de alimentos y explotación de recursos naturales que beneficiaban únicamente a las personas, no al conjunto de la comunidad de vida o al ecosistema en su totalidad.
Nuestra civilización no es diferente. De hecho, podría ser más compleja que las anteriores. Pero en la naturaleza, la complejidad a menudo equivale a fragilidad. Somos altamente especializados e interdependientes. La fragilidad de las ciudades modernas, evidenciada por eventos como las inundaciones en Valencia, muestra cuán desprevenidos estamos para lo que viene.
Vivimos como si no hubiera mañana, confiando en un sistema económico que asume la renovación infinita de los recursos. Sin embargo, el Centro de Resiliencia de Estocolmo revela una realidad muy distinta. Este centro rastrea nueve indicadores clave, conocidos como “planetary boundaries”, necesarios para mantener la vida en la Tierra tal como la conocemos. Alarmantemente, seis de estos límites ya han sido superados.
Estos indicadores respaldan la idea de que nuestro modelo actual de civilización es ecocida: su funcionamiento destruye inherentemente los ecosistemas, lo que provoca el fenómeno llamado “overshoot”. Este término se refiere a cruzar un umbral del cual no hay retorno. La raíz del problema es nuestra naturaleza ilimitada: somos humanos que no respetamos los mecanismos autorreguladores de la Tierra. El calentamiento global es solo un síntoma del colapso que estamos causando.
Otro tema crítico son los “feedback loops”. Estas son consecuencias imprevistas que surgen tras cruzar ciertos límites y la interacción entre elementos bajo las nuevas condiciones establecidas. Por ejemplo, ya se admite que pronto tendremos gran parte del año sin hielo en el Ártico. Esto significa que el océano, ya no cubierto por capas de hielo reflectante, absorberá más calor. ¿Qué pasará con más energía en los océanos y en la atmósfera? Aún no lo sabemos con certeza.
Ante este escenario, retomo la pregunta planteada en el título: ¿cuándo empezaremos a hablar de colapso? En lugar de interminables conferencias discutiendo quién debería pagar la factura, ¿no es hora de enfocarnos en estrategias de resiliencia, adaptación y, sobre todo, supervivencia?
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